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Gary Jennings Aztec.doc
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Iluminada hasta el amanecer. Sin embargo, no veía realmente lo que estaba sucediendo

ante mis ojos, ni sentía orgullo por ello, ni satisfacción ante mi venganza. No estaba

prestando atención a los gritos, bramidos y gemidos y otra clase de sonidos líquidos

ocasionados por las violaciones y la destrucción; sólo veía y oía a Nochipa que

danzaba grácilmente enfrente del fuego, que cantaba melodiosamente como sólo ella

sabía hacerlo, acompañada por una sola flauta.

Lo que Qualanqui había ordenado, lo que realmente ocurrió fue esto. Todos los niños

muy pequeños, y los bebés, fueron cortados en pedacitos por los guerreros, mientras

sus padres eran obligados a observar, llorando, maldiciendo y bramando. Luego toda la

población, niños, jóvenes, adultos y ancianos, de ambos sexos, fueron violados hasta

morir. Mientras unos eran violados los otros observaban, y cuando unos ya no servían,

eran dejados a un lado agonizantes, mientras otros eran utilizados. He mencionado que

los sacerdotes eran también jóvenes, así es que sirvieron a los guerreros igualmente. El

único sacerdote que estaba estacado en el suelo, miraba, gemía y veía con terror sus

partes privadas expuestas; pero aun dentro de esa turbulenta lascivia, los tecpaneca

comprendían que ese hombre no debía ser tocado, así es que no lo hicieron.

Todo eso fue hecho con cierto orden, pues los guerreros primero utilizaron a todos los

jóvenes, luego de una forma u otra vaciaron todo lo que les quedaba de apetito, al

Violar a las mujeres adultas y aun a dos o tres abuelas que habían hecho el viaje. Los

hombres mientras tanto, eran obligados a observar como eran violadas hasta morir sus

esposas, hijas, hermanas, hermanos, hijos, madres. Al día siguiente, cuando el sol ya

estaba en todo lo alto, Siempre Enojado ordenó que soltaran al grupo de hombres que

tenían cercado. Ellos, los esposos, los padres, los tíos, de esas ruinas humanas, fueron

alrededor del campo de-

jándose caer sobre tal o cual cuerpo desnudo, roto, cubierto de sangre, de babas y de

omícetl. Algunos todavía vivían y vivieron para ver cómo los guerreros, a otra orden de

Qualanqui, agarraban otra vez a sus padres, esposos y tíos. Entonces los tecpaneca

utilizaron sus cuchillos de obsidiana, amputando, y haciendo que los hombres abusaran

de sí mismos con sus partes amputadas, mientras yacían sangrando hasta morir.

Mientras tanto, el sacerdote estacado había estado muy quieto, esperanzado quizás, a

ser olvidado. Pero cuando el sol se levantó un poco más, comprendió que le esperaba

una muerte mucho más horrible de la que tuvieron todos los demás, pues la piel de

Nochipa empezó a tomar venganza. La piel, totalmente saturada con agua de cal,

empezó a contraerse al secarse lenta pero inexorablemente. Lo que habían sido los

pechos de Nochipa, gradualmente se fue aplanando, conforme la piel se apretaba abrazando

el pecho del sacerdote. Empezó a jadear y a ahogarse, y quizás hubiera deseado

expresar su terror por medio de un grito, pero trataba de agarrar todo el aire que podía

Inhalar, sólo para poder vivir un poquito más.

Y la piel continuó estrechándose inexorablemente y empezó a impedir el movimiento

de la sangre en el cuerpo. Lo que había sido el cuello, las muñecas, y los tobillos de

Nochipa, estrecharon sus aberturas agarrotándolo lentamente. La cara, las manos y los

pies del hombre se empezaron a hinchar y a ponerse negros y en un feo color púrpura.

Por sus labios extendidos salió al fin un sonido: «ugh... ugh... ugh...», y se fue

ahogando gradualmente. Mientras tanto, lo que había sido la pequeña tipili de Nochipa,

se constriñó más virginalmente, apretándose fuertemente a los genitales del sacerdote.

Su saco de ololtin se hinchó, hasta tener el tamaño de una pelota de tlachtli y su tepuli

engordó tanto y se puso tan largo y tieso, que era más grande que mi antebrazo.

Los guerreros vagaban alrededor del área, inspeccionando cada cuerpo para asegurarse

de que estaba muerto o agonizante. Los tecpaneca no mataron piadosamente a los que

estaban vivos, sino que solamente se aseguraron de que morirían cuando los dioses lo

quisieran, para no dejar nada, ni nadie, vivo en Yanquitlan, como yo lo había ordenado.

Nada nos detenía más allí, como no fuera quedarnos a ver cómo moría el sacerdote que

quedaba. Así es que mis cuatro viejos compañeros y yo nos pusimos a observar cómo

agonizaba, cada movimiento de estiramiento, cada jadeo de su pecho, mientras la piel

que le constreñía hacía que su torso y sus miembros se tornaran cada vez más flacos, y

sus extremidades visibles cada vez se vieran más largas. Sus manos y sus pies parecían

pechos negros, pero llenos de tetas también negras, su cabeza parecía una negra

calabaza ya sin forma. Él encontró todavía un poco de aire, como para dar un último y

fuerte grito, cuando su rígido tepuli no pudo contener más la presión y estalló

rompiendo su piel, quedando en pedazos y sa-liéndole sangre negra.

Aunque todavía vivía, de hecho ya estaba acabado y nuestra venganza concluida.

Siempre Enojado ordenó a los tecpaneca

prepararlo todo para empezar el viaje, mientras los otros tres viejos vadeaban el río

conmigo, para regresar a donde habíamos dejado a Beu Ribé que nos estaba esperando.

Silenciosamente le mostré los ópalos manchados de sangre. No sé qué fue lo que ella

oyó, o vio o adivinó, y tampoco sé qué aspecto presentaba yo en ese momento, pero

ella me miró con ojos llenos de horror, piedad, reproche y pena, pero sobre todo horror,

y por un instante retrocedió ante la mano que le tendía.

«Ven, Luna que Espera —dije con dureza—. Te llevaré a casa.»

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