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John Grisham - El testamento.doc
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Inglés?

—Imagino que muy pocas veces.

—Una vez al año voy a Corumbá para comprar provisiones. Llamo a nuestra sede central y durante unos

diez minutos hablo en inglés. Siempre me resulta aterrador.

—¿Por qué?

—Me pongo nerviosa. Me tiemblan las manos mientras sujeto el auricular. Conozco a las personas con

quienes hablo, pero siempre temo no utilizar las palabras apropiadas. A veces incluso tartamudeo. Diez minutos

al año.

—Pues ahora lo está haciendo muy bien.

—Estoy muy nerviosa.

—Tranquilícese. Soy un buen chico.

—Pero me ha localizado. Estaba atendiendo a un paciente hace apenas una hora cuando los chicos fueron

a decirme que había un norteamericano. Corrí a la choza y me puse a rezar. Dios me dio fuerzas.

—Vengo en son de paz.

—Parece una buena persona.

«Si tú supieras», pensó Nate.

—Gracias. Usted... mmm... ha comentado algo acerca de un paciente.

—Sí.

—Yo creía que era misionera.

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—Y lo soy. Pero también soy médico.

La especialidad de Nate consistía en llevar a juicio a los médicos. No era el lugar ni el momento para

mantener una conversación acerca de las negligencias propias de la profesión.

—Eso no figuraba en mi dossier.

—Cambié de apellido al terminar los estudios superiores, antes de que estudiase Medicina e ingresara en

el centro de actividades misioneras. Supongo que ahí es donde terminan las pistas.

—Exactamente. ¿Por qué cambió de apellido?

—Es muy complicado, o, por lo menos, lo era entonces. Ahora ya no me parece importante.

Una ligera brisa soplaba desde el río. Ya eran casi las cinco. Unas nubes negras y bajas cubrían el

bosque. Rachel advirtió que Nate consultaba el reloj.

—Los chicos le levantarán una tienda aquí. Éste es un buen lugar para dormir esta noche.

—Se lo agradezco. Estaremos a salvo, ¿verdad?

—Sí. Dios los protegerá. Rece sus oraciones.

En aquellos momentos, Nate tenía previsto rezar como un cura. La cercanía del río le preocupaba

sobremanera. Cerró los ojos y se imaginó a la anaconda que había visto antes reptando hacia su tienda.

—Porque usted reza, ¿no es cierto, señor O'Riley? —añadió Rachel.

—Por favor, llámeme Nate. Sí, rezo.

—¿Es usted irlandés?

—Soy de raza indefinida. Más alemán que otra cosa. Los antepasados de mi padre eran irlandeses. La

historia de mi familia jamás me ha interesado.

—¿A qué Iglesia pertenece?

—A la episcopalista.

Católica, luterana, episcopalista, daba igual. Nate llevaba sin ver el interior de un templo desde su

segunda boda.

Su vida espiritual era un tema que prefería evitar. La teología no iba con él y no le apetecía comentar la

cuestión con una misionera. Ella hizo una pausa, como de costumbre, y Nate la aprovechó para cambiar de tema.

—¿Son pacíficos estos indios?

—En general, sí. Los ípicas no son guerreros, pero no se fían de los blancos.

—¿Y de usted?

—Llevo once años entre ellos. Me han aceptado.

—¿Cuánto tiempo tardaron en hacerlo?

—Tuve suerte, porque antes que yo había vivido aquí un matrimonio de misioneros. Habían aprendido el

idioma de los indios y les habían traducido el Nuevo Testamento. Además, no olvide que soy médico. Me gané

rápidamente su amistad cuando empecé a asistir a las parturientas.

—Su portugués me ha parecido muy bueno.

—Lo hablo con fluidez. También hablo el español, el ípica y el machiguenga.

—¿Y eso qué es?

—Los machiguengas son unos indígenas de las montañas del Perú. Estuve seis años allí. Cuando ya me

había familiarizado con el idioma, me evacuaron.

—¿Por qué?

—Por las guerrillas —respondió. Como si las serpientes, los caimanes, las enfermedades y las

inundaciones no fueran suficiente—. Secuestraron a dos misioneros en una aldea muy próxima al lugar donde

me encontraba —añadió—, pero Dios los protegió. Los dejaron en libertad cuatro años más tarde.

—¿Hay guerrillas por aquí?

—No. Estamos en Brasil. Aquí la gente es muy pacífica. Hay algunos traficantes de droga, pero nadie se

adentra en el Pantanal.

—Eso me recuerda una cuestión interesante. ¿Queda muy lejos el río Paraguay?

—En esta época del año, a unas ocho horas.

—¿Horas brasileñas?

Rachel sonrió.

—Veo que ya ha descubierto que aquí el tiempo es más lento. De ocho a diez horas norteamericanas.

—¿En canoa?

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—Así nos desplazamos nosotros. Yo antes tenía una embarcación de motor, pero era muy vieja, y al final

se estropeó.

—¿Cuánto se tarda con una embarcación de motor?

—Cinco horas, más o menos. Es la estación de las crecidas y resulta muy fácil perderse.

—Ya me he dado cuenta.

—Los ríos bajan juntos. Cuando se vaya, tendrá que llevar consigo a uno de los pescadores. No podría

encontrar el Paraguay sin un guía.

—¿Y dice que va usted una vez al año?

—Sí, pero en la estación seca, en agosto. Entonces no hace tanto calor y hay menos mosquitos.

—¿Hace el viaje sola?

—No. Cuando voy al Paraguay me acompaña Lako, mi amigo indio. Se tarda seis horas en canoa cuando

el nivel de los ríos es más bajo. Espero a que pase un barco y voy a Corumbá. Me quedo allí unos días, hago mis

recados y tomo un barco de regreso.

Nate recordó haber visto muy pocos barcos navegar por el Paraguay.

—¿Cualquier barco?

—Por regla general, uno de transporte de ganado. Los capitanes aceptan pasajeros de buen grado.

«Viaja en canoa porque se le estropeó su vieja embarcación de motor. Pide que la lleven de balde los

barcos de transporte de ganado cuando se desplaza a Corumbá, que es su único contacto con la civilización. ¿De

qué forma la cambiará el dinero?», se preguntó Nate. No atinaba a imaginar siquiera una respuesta.

Se lo diría al día siguiente, una vez que hubiera descansado y comido y ambos tuviesen varias horas por

delante para hablar largo y tendido. Unas figuras aparecieron cerca del poblado; se trataba de unos hombres, que

se acercaban a ellos.

—Aquí están —dijo Rachel—. Comemos antes de que anochezca y nos vamos a dormir.

—Supongo que después ya no se hace nada más.

—Nada de lo que podamos hablar —repuso ella. Nate encontró gracioso el comentario.

Jevy apareció con un grupo de aborígenes, uno de los cuales le entregó a Rachel un pequeño cesto de

forma cuadrada. Ella se lo tendió a Nate y éste sacó de su interior una pequeña hogaza de pan duro.

—Es mandioca —le explicó Rachel—. Nuestro principal alimento. Evidentemente, también era el único,

por lo menos en aquella comida. Nate iba por la segunda hogaza cuando llegaron unos indios del primer

poblado, acarreando la tienda, la mosquitera, las mantas y el agua embotellada de la embarcación.

—Esta noche nos quedaremos aquí —le anunció Nate a Jevy.

—¿Y eso quién lo dice?

—Es el mejor sitio —intervino Rachel—. Les ofrecería un lugar en el poblado, pero primero el jefe

tendría que aprobar la visita de los blancos.

—Ése soy yo —dijo Nate.

—Sí.

—¿Y él no? —preguntó Nate, señalando a Jevy.

—Él no fue a dormir sino a buscar comida. Las normas son muy complicadas.

De modo, pensó Nate, que aquellos indígenas primitivos que aún no habían aprendido a vestirse se

regían, sin embargo, por un complejo sistema de normas.

—Quisiera marcharme mañana al mediodía —le dijo a Rachel.

—Eso también dependerá del jefe.

—¿Significa que no podemos irnos cuando queramos?

—Ustedes se irán cuando él diga que pueden hacerlo. No se preocupe.

—¿Son buenos amigos usted y el jefe?

—Nos llevamos bien.

Rachel indicó a los indios que regresaran al poblado. El sol se había ocultado por detrás de las montañas.

Las sombras del bosque se cernían sobre ellos.

Rachel se pasó unos minutos contemplando cómo Jevy y Nate trataban de montar la tienda. Enrollada en

su funda parecía muy pequeña y no se estiró demasiado cuando ambos acoplaron los postes. Nate no estaba

seguro de que pudiera albergar a Jevy, y mucho menos a los dos. Una vez montada, la tienda llegaba hasta la

cintura, se inclinaba mucho por los lados y resultaba sumamente pequeña para dos hombres adultos.

—Me voy —anunció Rachel—. Aquí estarán ustedes muy bien.

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—¿Me lo promete? —le preguntó Nate, y hablaba en serio.

—Puedo enviarles a un par de chicos para que monten guardia, si quiere.

—Estaremos bien —dijo Jevy.

—¿A qué hora suele despertarse Nate.

—Una hora antes del amanecer.

—Estoy seguro de que podré hacerlo —dijo Nate, mirando hacia la tienda—. ¿Podríamos reunirnos

temprano? Tenemos muchas cosas de que hablar.

—Sí. Les enviaré un poco de comida al romper el alba. Después charlaremos un rato.

—Se lo agradecería mucho.

—Rece sus oraciones, señor O'Riley.

—Así lo haré.

Rachel se adentró en la oscuridad. Por un instante, Nate vio su figura seguir el tortuoso sendero; después,

desapareció. El poblado se había desvanecido en las penumbras de la noche.

Nate y Jevy pasaron varias horas sentados en el banco, esperando a que la temperatura bajase y temiendo

el momento en el que, inevitablemente, tendrían que apretujarse en el interior de la tienda y dormir espalda

contra espalda, malolientes y sudorosos. No tendrían más remedio que hacerlo. La tienda, a pesar de su

fragilidad, los protegería de los mosquitos y otros insectos. Y también mantendría a raya a los bichos que

reptaban.

Ambos hablaron del poblado. Jevy contó varias historias acerca de los indios que siempre terminaban

bien. Al final, preguntó:

—¿Le ha hablado usted de la herencia?

—No. Lo haré mañana.

—Ahora que ya la ha visto, ¿qué cree que hará?

—No tengo la menor idea. Aquí es feliz, y esto puede trastornar su vida.

—Pues entonces démelo a mí. Le aseguro que no transtornará mi vida en absoluto.

Se condujeron de acuerdo con la jerarquía social. Arrastrándose por el suelo, Nate entró el primero en la

tienda. Se había pasado la noche anterior contemplando el cielo desde el fondo de la embarcación y el cansancio

lo venció enseguida.

En cuanto lo oyó roncar, Jevy bajó muy despacio la cremallera de la entrada de la tienda y dio un suave

codazo por aquí y otro por allá hasta que encontró su sitio. Su compañero estaba profundamente dormido.

Tras haber disfrutado de nueve horas de sueño, los ipicas se levantaron antes del amanecer para iniciar su

jornada. Las mujeres encendieron unas pequeñas fogatas en el exterior de las tiendas y se fueron con sus hijos al

río para recoger agua y bañarse. Por regla general, esperaban a que se hiciera de día para recorrer los senderos.

Era prudente ver lo que había delante.

En portugués, el nombre de aquella serpiente era urutu. Los indios la llamaban bima. Abundaba en las

aguas del sur de Brasil y su mordedura solía ser mortal. La niña se llamaba Ayesh, tenía siete años y la

misionera blanca la había ayudado a venir al mundo. La niña caminaba delante de su madre en lugar de hacerlo

detrás, según la costumbre, y sintió a la bima retorcerse bajo su pie descalzo.

Soltó un grito cuando la serpiente la mordió por debajo del tobillo. Su padre no tardó en llegar, pero ella

ya se encontraba en estado de shock y el pie derecho se le había hinchado hasta el doble de su tamaño. Un niño

de quince años, el corredor más rápido de la tribu, fue enviado en busca de Rachel. Había cuatro pequeños

poblados ípicas a lo largo de dos ríos que confluían en el horcajo, muy cerca del lugar donde Jevy y Nate se

habían detenido. La distancia desde el horcajo hasta la última choza ípica no superaba los ocho kilómetros. Los

poblados eran unas pequeñas tribus separadas e independientes, pero todas eran ípicas y tenían el mismo idioma,

la misma tradición y las mismas costumbres. Sus miembros se relacionaban y contraían matrimonio entre sí.

Ayesh vivía en el tercer poblado contando desde el horcajo. Rachel estaba en el segundo, el más grande

de los cuatro. El corredor la encontró leyendo las Sagradas Escrituras en la pequeña choza que era su hogar

desde hacía once años. Ella llenó rápidamente su botiquín. En aquella zona del Pantanal había cuatro especies de

serpientes venenosas y muchas veces Rachel había tenído un antídoto para cada una de ellas. Esta vez, sin

embargo, no era así. El corredor le explicó que la serpiente era una tima. El antídoto contra el veneno de ésta lo

fabricaba un laboratorio brasileño, pero Rachel no había conseguido encontrarlo durante su último viaje a

Corumbá, cuyas farmacias sólo tenían la mitad de las medicinas que ella necesitaba. Se anudó los cordones de

las botas de cuero y salió con el botiquín. Lako y otros dos chicos del poblado se unieron a Rachel y al corredor

en su travesía por la alta hierba hasta llegar al bosque.

Según las estadísticas de Rachel, había en los cuatro poblados ochenta y seis mujeres adultas, ochenta y

un varones adultos y setenta y dos niños, es decir, doscientos treinta y nueve ipicas en total. Cuando había

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iniciado su labor allí, once años atrás, sumaban doscientos ochenta. Periódicamente la malaria se llevaba a los

más débiles. En iggi, un brote de cólera había provocado la muerte de veinte personas en un poblado. Si Rachel

no hubiera insistido en que se respetara la cuarentena, casi todos los ípicas habrían perecido.

Con la diligencia de un antropólogo, llevaba un registro de todos los nacimientos, las defunciones, las

bodas, las relaciones de parentesco, las enfermedades y los tratamientos. Si alguien mantenía una relación

adúltera, ella casi siempre se enteraba con quién. Conocía a todos los habitantes de todos los poblados. Había

bautizado a los padres de Ayesh en el mismo río donde éstos se bañaban.

Ayesh era menuda y delgada y probablemente se moriría por falta del antídoto adecuado. Éste podía

comprarse sin dificultad en Estados Unidos y en las ciudades más grandes de Brasil, y no era muy caro. Su

pequeño presupuesto de Tribus del Mundo lo cubriría. Con tres inyecciones administradas a lo largo de seis

horas se podía evitar la muerte. Sin ellas, la niña sufriría unos violentos accesos de náuseas, a continuación de

los cuales sobrevendría la fiebre, seguida del coma y la muerte.

Hacía tres años que los ipicas no veían una muerte por mordedura de serpiente, y, por primera vez en dos

años, Rachel no disponía del antídoto necesario.

Los padres de Ayesh eran cristianos, unos nuevos creyentes que trataban de adaptarse a la nueva religión.

Aproximadamente un tercio de los ipicas se había convertido y, gracias a la paciente labor de Rachel y de sus

predecesores, la mitad de ellos sabía leer y escribir.

Rachel rezó mientras trotaba detrás de los muchachos. Era fuerte y delgada. Caminaba varios kilómetros

al día y comía muy poco. Los indios admiraban su energía.

Jevy se estaba lavando en el río cuando Nate bajó la cremallera de la mosquitera y salió como pudo de la

tienda. Aún conservaba las magulladuras del accidente aéreo, y dormir en la embarcación y en el suelo no había

contribuido precisamente a aliviar sus molestias. Estiró la espalda y las piernas, notó el cuerpo dolorido y sintió

todo el peso de sus cuarenta y ocho años. Vio a Jevy sumergido hasta la cintura en unas aguas que parecían

mucho más claras que las del resto del Pantanal.

«Estoy perdido —pensó Nate—. Tengo hambre. No hay papel higiénico.» Contó mentalmente con los

dedos mientras resumía su triste inventario. ¡Pero aquello era una aventura, maldita sea! Era el momento en que

todos los abogados entraban a saco en el nuevo año con el firme propósito de facturar más horas, obtener más

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