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Goleman Daniel Inteligencia Emocional.doc
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Las pautas del pensamiento depresogeno

Al igual que ocurre con los adultos, las interpretaciones pesimistas de los contratiempos de la vida parecen alimentar la desesperanza y la impotencia que yacen en el núcleo de la depresión infantil. Hace mucho tiempo que se sabe que las personas que ya están deprimidas albergan este tipo de pensamientos, lo que resulta sorprendente es que los niños propensos a la melancolía tienden a albergar esta visión pesimista antes de caer en la depresión, una circunstancia que abre la posibilidad de inocularles algún tipo de vacuna contra la depresión antes de que ésta se apodere de ellos.

Los estudios sobre las creencias que sustentan los niños acerca de las posibilidades que tienen de controlar lo que les sucede o de su capacidad para transformar positivamente sus vidas nos brindan una prueba evidente en este sentido. Esto es algo que podemos constatar en las valoraciones que hacen los niños sobre sí mismos en frases tales como «no tengo dificultades para resolver los problemas cuando éstos se presentan» o «si me esfuerzo soy capaz de sacar buenas notas». Los niños que son incapaces de pensar de esta manera sienten que no pueden hacer nada para cambiar las cosas, lo cual genera una sensación de impotencia que es más acusada en el caso de los niños más deprimidos. En un determinado estudio se sometió a observación a varios alumnos de quinto y sexto curso pocos días después de recibir sus hojas de calificaciones que, como todos recordaremos, suelen ser una de las principales fuentes de alegría o de desesperación durante la infancia. Los investigadores descubrieron una marcada diferencia en la forma en que cada niño se reafirma cuando recibe una calificación peor de la esperada. En este sentido, los niños que consideran que sus malas notas son el resultado de algún tipo de deficiencia personal («soy estúpido») se sienten más deprimidos que aquéllos otros que encuentran una explicación que deja abierta la posibilidad de hacer algo para transformar las cosas («si me esfuerzo más podré sacar mejores notas en matemáticas»). Los investigadores estudiaron también a un grupo de alumnos de tercero, cuarto y quinto curso que eran objeto del rechazo de sus compañeros y efectuaron un seguimiento de aquéllos que seguían siendo marginados al año siguiente, descubriendo que un factor decisivo en la génesis de la depresión era el modo en que estos niños se explicaban a sí mismos el rechazo del que eran objeto. Quienes consideraban que el rechazo se debía a alguna especie de defecto personal eran más proclives a la depresión, mientras que los niños más optimistas, los que sentían que podían hacer algo para mejorar la situación, no se sentían especialmente deprimidos a pesar del rechazo constante de que eran objeto. Otro estudio demostró que los niños que tenían una actitud pesimista cuando estaban a punto de efectuar la difícil transición al séptimo curso, eran más proclives a la depresión cuando debían enfrentarse al nuevo nivel de exigencias de la escuela o del hogar. Pero la prueba más palpable de que la actitud pesimista predispone a la depresión nos la proporciona un seguimiento de cinco años de duración iniciado cuando los niños estaban en tercer curso. El predictor más decisivo de la depresión entre los niños más pequeños resultó ser una actitud pesimista ante la vida en conjunción con un acontecimiento traumático importante, como, por ejemplo el divorcio de los padres o el fallecimiento de un familiar (situaciones, en suma, que no sólo conmueven y angustian al niño, sino que también suelen privarle del apoyo y el consuelo de sus padres). No obstante, a lo largo de la escuela primaria tiene lugar un cambio significativo en su forma de interpretar las causas de los acontecimientos positivos y negativos que les toca vivir, achacándolos, cada vez más, a sus propios rasgos personales («saco buenas notas porque soy listo» o «no tengo muchos amigos porque no soy divertido»). Este cambio parece tener lugar entre el tercer y quinto curso y. cuando ocurre, quienes sustentan una actitud pesimista —y atribuyen la causa de los infortunios a un defecto intrínseco— comienzan a ser presa de estados de ánimo depresivos. Y lo que es más importante todavía, la misma depresión contribuye a reforzar las pautas de pensamiento pesimistas, de modo que, aun cuando la depresión desaparezca, el niño queda marcado con una especie de cicatriz emocional, un conjunto de creencias alimentadas por la depresión y consolidadas por su pensamiento (que no es buen estudiante o que es antipático) que le impiden escapar de su sombrío estado de ánimo. Estas ideas fijas hacen que el niño sea más vulnerable a caer nuevamente en la depresión.

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