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26 - Ladrón de Tiempo - Terry Pratchett - tetel...doc
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07.09.2019
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Vio que el Dr. Hopkins trataba de poner la taza en los labios de Jeremy. El muchacho se puso las manos sobre la cara y lanzó un codazo a la taza, derramando la medicina a través del piso.

Entonces los dedos de Lady LeJean estaban sujetando el asa. Lanzó la mano en un giro y tiró el martillo directamente al reloj.

Tick

La guerra iba muy mal para el lado más débil. Su emplazamiento era incorrecto, sus tácticas imperfectas, su estrategia sin esperanza. El ejército Rojo avanzó sobre todo el frente, descuartizando los escurridizos vestigios de los derrotados batallones Negros.

Había espacio solamente para un único hormiguero sobre este césped...

Muerte encontró a Guerra abajo entre las hojas de césped. Admiraba su atención a los detalles. Guerra tenía armadura completa, también, pero las cabezas humanas que normalmente había atado a su silla de montar habían sido reemplazadas por cabezas de hormiga, con antenas y todo.

¿PIENSAS QUE ELLAS TE NOTAN? Dijo.

—Lo dudo —dijo Guerra.

SIN EMBARGO, SI LO HICIERAN, ESTOY SEGURO DE QUE TE LO AGRADECERÍAN.

—¡Ja! El único decente teatro de la guerra por aquí en estos días —dijo Guerra—. Es por eso que me gustan las hormigas. Las cabronas no aprenden, ¿qué?

HA ESTADO ALGO PACÍFICO ÚLTIMAMENTE, ESTOY DE ACUERDO, dijo Muerte.

—¿Pacífico? —dijo Guerra—. ¡Ja! ¡Bien podría cambiar mi nombre a ‘Acción Política’, o ‘Arreglo Negociado’! ¿Recuerdas los viejos días? ¡Los guerreros solían echar espuma por la boca! ¡Brazos y piernas rebotando en todas direcciones! Grandes tiempos, ¿eh? —Se inclinó y palmeó la espalda de Muerte—. Yo los atrapo y tú los etiquetas, ¿qué?

Eso se ve optimista, pensó Muerte.

HABLANDO DE VIEJOS DÍAS, dijo cuidadosamente, ESTOY SEGURO DE QUE RECUERDAS LA TRADICIÓN DE CABALGAR.

Guerra le lanzó una mirada perpleja.

—Tengo la mente en blanco sobre eso, viejo.

ENVIÉ LA LLAMADA.

—No puedo decir que haga sonar alguna campana...

¿EL APOCALIPSIS?, dijo Muerte. ¿EL FIN DEL MUNDO?

Guerra continuó mirándolo.

—Definitivamente alguien golpea, viejo, pero no hay nadie en casa. Y hablando de casa... —Guerra miró a su alrededor los restos temblorosos de la masacre reciente—. ¿Una pausa para almorzar?

Alrededor de ellos el bosque de hierba se hacía más corto y más pequeño hasta que, efectivamente, no hubo más que hierba, y se convirtió en el césped fuera de una casa.

Era una larga casa antigua. ¿Dónde más viviría Guerra? Pero Muerte vio que la hiedra crecía sobre el techo. Recordó cuando Guerra nunca hubiera permitido algo así, y un pequeño gusano de preocupación empezó a roer.

Guerra colgó su casco mientras entraba, y en otro tiempo se lo habría dejado puesto. Y los bancos alrededor del hoyo de fuego habrían estado atestados de guerreros, y el aire habría estado espeso con cerveza y sudor.

—Traje a un viejo amigo, querida —dijo.

La Sra. Guerra estaba preparando algo sobre la moderna cocina negra de hierro que, según Muerte vio, había sido instalada en el hoyo de fuego, con tubos brillantes que se extendían hasta el agujero en el techo. Saludó a Muerte con esa clase de inclinación de cabeza que una esposa le da a un hombre a quien su marido, a pesar de las advertencias previas, ha traído inesperadamente del bar.

—Tendremos conejo —dijo, y añadió con la voz de alguien que está harto y pedirá el pago después—, estoy segura de que puedo hacerlo estirar para tres.

La gran cara roja de Guerra se arrugó.

—¿Me gusta el conejo?

—Sí, querido.

—Pensé que me gustaba la carne de res.

—No, querido. La carne de res te da gases.

—Oh. —Guerra suspiró—. ¿Alguna posibilidad de cebollas?

—No te gustan las cebollas, querido.

—¿No?

—Por tu estómago, querido.

—Oh.

Guerra sonrió a Muerte torpemente.

—Es conejo —dijo—. Er... querida, ¿salgo a cabalgar para los Apocalipsis?

La Sra. Guerra sacó la tapa de un cazo y pinchó violentamente algo adentro.

—No, querido —dijo firmemente—. Siempre contraes un resfriado.

—Pensé que yo, er, me gustaban bastante esa clase de cosas...

—No, querido. A ti no.

A pesar de sí mismo, Muerte estaba fascinado. Nunca se había cruzado con la idea de guardar su memoria dentro de la cabeza de otra persona.

—¿Quizás me gustaría una cerveza? —arriesgó Guerra.

—No te gusta la cerveza, querido.

—¿No?

—No, provoca tu problema.

—Ah. Uh, ¿cómo me siento sobre el brandy?

—No te gusta el brandy, querido. Te gusta tu especial bebida de avena con las vitaminas.

—Oh, sí —dijo Guerra con dolor—. Había olvidado que me gustaba eso. —Miró a Muerte tímidamente—. Es muy buena —dijo.

¿PODRÍA TENER UNA PALABRA CONTIGO, dijo Muerte, EN PRIVADO?

Guerra pareció perplejo.

—¿Me gusta...?

EN PRIVADO, POR FAVOR, rugió Muerte.

La Sra. Guerra se volvió y lanzó una mirada desdeñosa a Muerte.

—Comprendo, comprendo totalmente —dijo con arrogancia—. Pero no se atreva a decir nada que le provoque acidez, es todo lo que diré.

La Sra. Guerra había sido una Valquiria una vez, recordó Muerte. Era otra razón para ser sumamente cuidadoso sobre el campo de batalla.

—¿Nunca te ha tentado el proyecto del matrimonio, viejo? —dijo Guerra, cuando hubo salido.

NO. ABSOLUTAMENTE NO. DE NINGUNA MANERA.

—¿Por qué no?

Muerte estaba confundido. Era como preguntarle a una pared de ladrillo lo que pensaba de la odontología. Como pregunta, no tenía sentido.

HE IDO A VER A LOS OTROS DOS, dijo, ignorándolo. A HAMBRE NO LE IMPORTA Y PESTILENCIA ESTÁ ASUSTADO.

—¿Nosotros dos, en contra de los Auditores? —dijo Guerra.

EL DERECHO ESTÁ DE NUESTRO LADO.

—Hablando como Guerra —dijo Guerra—, odiaría decirte qué les pasa a los ejércitos muy pequeños que tienen el derecho de su lado.

TE HE VISTO PELEAR.

—Mi viejo brazo derecho no es lo que era... —murmuró Guerra.

ERES INMORTAL. NO ESTÁS ENFERMO, dijo Muerte, pero podía ver la expresión preocupada y ligeramente acosada en los ojos de Guerra y supo que sólo había una manera en que esto iba a continuar.

Ser humano era cambiar, reflexionó Muerte. Los Jinetes... eran jinetes. Los hombres los habían deseado de cierta forma. Y, exactamente como los dioses, y el Hada Diente, y el Padre Puerco, su forma los había cambiado. Nunca serían humanos, pero habían contraído aspectos de humanidad como si fueran alguna clase de enfermedad.

Porque la idea era que nada, nada, tenía un aspecto y solamente un aspecto. Los hombres imaginarían un ser llamado Hambre, pero en cuanto le daban brazos, piernas y ojos, eso quería decir que tenía que tener un cerebro. Eso quería decir que pensaría. Y un cerebro no puede pensar en pestes de langostas todo el tiempo.

Conducta emergente otra vez. Las complicaciones siempre se introducían sigilosamente. Todo cambiaba.

GRACIAS AL CIELO, pensó Muerte, SOY TOTALMENTE IGUAL Y EXACTAMENTE EL MISMO QUE SIEMPRE FUI.

Y entonces había uno.

Tick

El martillo se detuvo, a mitad de camino a través de la habitación. El Sr. Blanco se acercó y lo recogió del aire.

—Realmente, su señoría —dijo—. ¿Piensa que no la observamos? ¡Usted, el Igor, aliste el reloj!

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