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26 - Ladrón de Tiempo - Terry Pratchett - tetel...doc
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07.09.2019
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Varias docenas de Auditores los estaban desarmando en sus moléculas componentes.

—¿Todavía nada? —dijo, caminando a las zancadas a lo largo de la línea.

—No, Srta. Mandarina. Hasta ahora solamente encontramos moléculas y átomos —dijo un Auditor, con la voz ligeramente temblorosa.

—Bien, ¿es algo relacionado con las proporciones? ¿El equilibrio de moléculas? ¿La geometría básica?

—Estamos continuando con...

—¡Sigan con eso!

Los otros Auditores en la galería, agrupados diligentemente enfrente de lo que alguna vez había sido una pintura y a decir verdad todavía lo era, en la medida en que cada molécula todavía estaba presente en la habitación, levantaron la mirada y luego se inclinaron otra vez a sus tareas.

La Srta. Mandarina se estaba poniendo aun más enfadada porque no podía averiguar por qué estaba enfadada. Una razón era probablemente porque, cuando le dio esta tarea, el Sr. Blanco la había mirado de una manera rara. Ser mirado era una experiencia poco familiar para un Auditor en todo caso —ningún Auditor se molestaba en mirar a otro Auditor muy a menudo porque todos los Auditores se veían iguales—, ni estaban acostumbrados a la idea de que se podían decir cosas con la cara. O ni siquiera tener una cara. O tener un cuerpo que reaccionara de extraña manera frente a la expresión sobre otra cara que, en este caso, pertenecía al Sr. Blanco. Cuando la miró de ese modo sintió un terrible impulso de clavarle las uñas en su cara.

Lo cual no tenía ningún sentido en absoluto. Ningún Auditor debería sentirse así sobre otro Auditor. Ningún Auditor debería sentirse así sobre nada. Ningún Auditor debería sentir.

Se sentía furiosa. Todos ellos habían perdido tantos poderes. Era ridículo tener que comunicarse moviendo partes de la piel, y en cuanto a la lengua... Yuerkkk...

Hasta donde sabía, en toda la vida del universo, ningún Auditor jamás había experimentado la sensación de yuerkkk. Este cuerpo desgraciado estaba lleno de oportunidades para yuerkkk. Podía dejarlo en cualquier momento y sin embargo, y sin embargo... parte de ella no quería hacerlo. Estaba este horrible deseo, segundo a segundo, de continuar.

Y se sentía hambrienta. Y eso tampoco tenía ningún sentido. El estómago era una bolsa para digerir comida. No se suponía que emitiera órdenes. Los Auditores podían sobrevivir muy bien intercambiando moléculas con su entorno y utilizando cualquier fuente local de energía. Ése era un hecho.

Trate de decirle eso al estómago. Podía sentirlo. Estaba sentado allí, gruñendo. Estaba siendo acosada por sus órganos internos. ¿Por qué... por qué... por qué habían copiado los órganos internos? Yuerkkk.

Todo era demasiado. Ella quería... quería... expresarse gritando algunas, algunas, algunas palabras terribles...

—¡Discordia! ¡Confusión!

Los otros Auditores miraron a su alrededor con terror.

Pero las palabras no le resultaron a la Srta. Mandarina. No tenían la misma fuerza que solían tener. Tenía que haber algo peor. Ah, sí...

—¡Órganos! —gritó, complacida por haberla encontrado por fin—. ¿Y qué están todos ustedes... órganos mirando? —añadió—. ¡Sigan con eso!

—Están desarmando todo —susurró Lobsang.

—Eso son los Auditores para usted —dijo Susan—. Piensan que así es como se informan sobre las cosas. ¿Sabe? Los odio. Realmente.

Lobsang le echó un vistazo de soslayo. El monasterio no era una institución mono-sexual. En otras palabras, lo era, pero colectivamente nunca se pensaba así porque la posibilidad de mujeres trabajando allí nunca ni siquiera había cruzado las mentes capaces de pensar en dieciséis dimensiones. Pero el Gremio de Ladrones había reconocido que las niñas eran por lo menos tan buenas como los niños en todas las áreas del robo —tenía, por ejemplo, gratos recuerdos de su compañera de clase Steff, que podía robar el sencillo de tu bolsillo trasero y trepar mejor que un Asesino. Estaba cómodo alrededor de las niñas. Pero Susan le asustaba de muerte. Era como si un lugar secreto dentro de ella ardiera con ira, y la dejaba salir con los Auditores.

Recordó cómo había golpeado a ése con la llave inglesa. Sólo hubo un leve gesto de concentración, como si se estuviera asegurando de que el trabajo fuera hecho apropiadamente.

—¿Nos vamos? —arriesgó.

—Mírelos —continuó Susan—. Solamente un Auditor desarmaría un dibujo para ver qué lo convierte en una obra de arte.

—Hay una gran pila de polvo blanco ahí —dijo Lobsang.

Hombre Con Inmensa Hoja De Higuera —dijo Susan distraídamente, con los ojos todavía centrados en las figuras grises—. Desmontarían un reloj para buscar el tic-tac.

—¿Cómo sabe que es Hombre Con Inmensa Hoja De Higuera?

—Sólo ocurre que recuerdo dónde está, eso es todo.

—¿Usted, er, usted aprecia el arte? —arriesgó Lobsang.

—Sé lo que me gusta —dijo Susan, todavía mirando las ocupadas figuras grises—. Y ahora mismo me gustaría tener un montón de armamento.

—Es mejor que nos movamos...

—Los bastardos se le meten en la cabeza si los deja —dijo Susan, sin moverse—. Cuando usted se encuentra a sí mismo pensando, ‘Debería haber una ley’, o ‘Yo no hago las reglas, después de todo’, o...

—Realmente creo que debemos partir —dijo Lobsang con cuidado—. Y lo creo porque hay algunos de ellos subiendo la escalera.

Su cabeza se volvió rápidamente.

—¿Para qué se queda parado, entonces? —dijo.

Corrieron a través del siguiente arco y hacia una galería de alfarería, volviéndose a mirar sólo cuando llegaron al otro extremo. Tres Auditores los estaban siguiendo. No estaban corriendo, pero había algo sobre su paso sincronizado que tenía esa horrible cualidad de seguiremos-adelante.

—Muy bien, vamos por este lado...

—No, vamos por este lado —dijo Lobsang.

—¡Por allí no es por donde tenemos que ir! —respondió Susan.

—¡No, pero el cartel allá arriba dice ‘Armas y Armaduras’!

—¿Y entonces? ¿Es bueno con las armas?

—¡No! —dijo Lobsang orgullosamente, y entonces se dio cuenta de que ella le había entendido mal—. Mire, he sido entrenado para pelear sin...

—Tal vez haya una espada que pueda usar —gruñó Susan, y avanzó a las zancadas.

Para cuando los Auditores entraron en la galería ya había más de tres de ellos. La multitud gris hizo una pausa.

Susan había encontrado una espada, parte de una exhibición de armaduras de Ágata. Se había desafilado por la falta de uso, pero la cólera se encendió a lo largo de la hoja.

—¿No deberíamos seguir corriendo? —dijo Lobsang.

—No. Ellos siempre llegan. No sé si podemos matarlos aquí, pero podemos hacerles desear que pudiéramos. ¿Todavía no tiene un arma?

—No, porque, mire, he sido entrenado para...

—Sólo manténgase fuera de mi camino, entonces, ¿de acuerdo?

Los Auditores avanzaron cautelosamente, lo que a Lobsang le resultó raro.

—¿No podemos matarlos? —dijo Lobsang.

—Depende de qué tan vivos hayan llegado a ponerse.

—Pero parecen atemorizados —dijo.

—Tienen forma humana —dijo Susan por encima del hombro—. Cuerpos humanos. Perfectas copias. Los cuerpos humanos han pasado miles y miles de años de no querer ser cortados por la mitad. Eso en cierto modo se escurre en el cerebro, ¿no cree?

Y entonces los Auditores los estaban rodeando y acercándose. Por supuesto todos atacarían al mismo tiempo. Nadie querría ser el primero.

Tres agarraron a Lobsang.

Él había disfrutado las peleas, allá en los dojos de entrenamiento. Por supuesto, todos estaban acolchados, y nadie estaba tratando de matarlo en realidad, y eso ayudaba. Pero Lobsang lo había hecho bien porque era bueno rebanando. Siempre podía encontrar esa ventaja adicional. Y si tenías esa ventaja, no necesitabas tanta destreza.

Aquí no había ninguna ventaja. No había tiempo que rebanar.

Adoptó una mezcla de sna-fu22 y okidoki y cualquier cosa que resultara, porque estabas muerto si manejabas una pelea real como en el dojo. Los hombres grises no eran ningún desafío, en todo caso. Sólo intentaban agarrar y abrazar. Una abuelita habría sido capaz de esquivarlos.

Empujó a dos que se alejaron tambaleantes y se volvió al tercero, que estaba tratando de agarrarlo por el cuello. Se soltó, dio media vuelta listo para cortar, y vaciló.

—¡Oh, santo cielo! —dijo una voz.

La hoja de Susan pasó girando junto a la cara de Lobsang.

La cabeza enfrente de él fue separada de su ex cuerpo en una llovizna, no de sangre sino de flotante polvo de color. El cuerpo se evaporó, se convirtió muy brevemente en una forma vestida de gris en el aire, y desapareció.

Lobsang escuchó un par de golpes detrás de él, y luego Susan le agarró el hombro.

—¡Se supone que no vacile, sabe! —dijo.

—¡Pero era una mujer!

—¡No lo era! Pero fue el último. Ahora vámonos, antes de que el resto llegue aquí. —Inclinó la cabeza hacia un segundo grupo de Auditores que los estaba mirando con mucho cuidado desde el extremo del salón.

—No eran buenos rivales de todos modos —dijo Lobsang, recuperando la respiración—. ¿Qué están haciendo aquéllos?

—Aprendiendo. ¿Puede pelear mejor que eso?

—¡Por supuesto!

—Bien, porque la próxima vez serán tan buenos como usted. ¿Hacia dónde ahora?

—Er, ¡por aquí!

La siguiente galería estaba llena de animales embalsamados. Había sido una moda algunos siglos atrás. Éstos no eran los viejos y tristes trofeos de caza, osos, tigres geriátricos cuyas garras habían enfrentado a un hombre armado con nada más que cinco ballestas, veinte cargadores y cien batidores. Algunos de estos animales estaban organizados en grupos. Grupos muy pequeños, de animales muy pequeños.

Había ranas, sentadas alrededor de una diminuta mesa de cena. Había perros, vestidos con chaquetas de caza, en persecución de un zorro que llevaba una gorra con plumas. Había un mono tocando un banjo.

—Oh, no, es una banda completa —dijo Susan con tonos de asombro horrorizado—. Y mire a los pequeños gatitos bailando...

—¡Horrible!

—Me pregunto qué ocurrió cuando el hombre que hizo esto se encontró con mi abuelo.

—¿Se habrá encontrado con su abuelo?

—Oh, sí —dijo Susan—. Oh, sí. Y mi abuelo está algo encariñado con los gatos.

Lobsang hizo una pausa al pie de una escalera, medio escondida detrás de un elefante desafortunado. Una soga roja, ahora firme como una barra, indicaba que ésta no era una parte pública del museo. Había una sugerencia adicional en forma de un cartel que decía: ‘Absoluta No Admisión’.

—Debería estar allá arriba —dijo.

—No demos más vueltas, entonces, ¿eh? —dijo Susan, saltando sobre la soga.

La escalera angosta llevaba a un descanso grande y desnudo. Unas cajas estaban apiladas aquí y allá.

—Los áticos —dijo Susan—. Espere... ¿Para qué está este cartel?

—‘Mantega la izquierda’ —leyó Lobsang—. Bien, si tienen que mover objetos pesados...

Mire el cartel, ¿quiere? —dijo Susan—. ¡No vea lo que espera ver, vea lo que está enfrente de usted!

Lobsang miró.

—¡Qué cartel tan estúpido! —dijo.

—Hum. Interesante, indudablemente —dijo Susan—. ¿Por dónde cree que deberíamos ir? No creo que tarden demasiado tiempo en decidirse a seguirnos.

—¡Estamos tan cerca! ¡Cualquier pasaje podría servir! —dijo Lobsang.

—Cualquier pasaje es, entonces. —Susan se dirigió hacia una brecha angosta entre cajas de embalaje.

Lobsang la siguió.

—¿Qué quiere decir con decidirse? —dijo, mientras entraban en la penumbra.

—El cartel sobre la escalera decía que no había admisión.

—¿Usted quiere decir que lo desobedecerán? —Se detuvo.

—Eventualmente. Pero tendrán un terrible presentimiento de que no deberían. Obedecen reglas. Son las reglas, en cierto modo.

—Pero no se puede obedecer el cartel de Mantenga la Izquierda / Derecha, sin importar qué haga... oh, ya veo...

—¿No es divertido aprender? Oh, y aquí hay otro.

NO ALIMENTE AL ELEFANTE.

—Ahora ése —dijo Susan—, es bueno. No puede ser obedecido...

—... porque no hay ningún elefante —dijo Lobsang—. Creo que le estoy pescando la vuelta a esto...

—Es una trampa para Auditores —dijo Susan, fijándose en una caja de embalaje.

—Aquí hay otro bueno —dijo Lobsang.

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